LA FLOR Y EL VIENTO
En los amaneceres de
cada madrugada, cuando el sol asoma a los campos de la tierra, en la montaña o
en la ciudad, donde me encuentro en ese instante, me suelo asomar a la ventana
de mi habitación al levantarme para contemplar la belleza de la naturaleza, mi
gran amiga de toda la vida, a quien suelo ir a visitar a menudo, cuando las
circunstancias me lo permiten.
Y como cada mañana allí esta ella, solitaria, pero valerosa y solemne, esa pequeña flor que por su elegante porte y color, atrae mi mirada hacia su diminuta silueta.
Y como cada mañana allí esta ella, solitaria, pero valerosa y solemne, esa pequeña flor que por su elegante porte y color, atrae mi mirada hacia su diminuta silueta.
Es una pequeña flor silvestre de color violeta, que
solitaria en las alfombras terrestres sobrevive a la intemperie, a las
inclemencias del tiempo y a sus estaciones, a las lluvias torrenciales, a las
nieves del gélido invierno, a los azotes de los vientos de otoño y a los
sofocantes calores del desierto del verano. Se adapta a las circunstancias de
la vida y a sus cambiantes estados de ánimo. Le llaman la flor del viento y en
su honor escribí este cuento, hace ya algún tiempo, cautivada por su nombre y
por su color, que es mi favorito, es el color de la espiritualidad. Espero que
sea de vuestro agrado.
LA FLOR Y EL VIENTO
Vetados a los estadios de una lejana mirada, una
pequeña flor medio escondida, oculta tras los riscos de un pensamiento, se dejó
acariciar por la fuerza del viento, que ufano, se acercó a ella
con intención de robarle el corazón. Más la flor se mantuvo fiel
a sus principios y le negó la entrada a su mundo interior, a su morada y a su
corazón.
Colérico, el viento, quiso arrancarla del valle de
sus sueños, de sus amados campos y de la tierra, donde también vivimos
nosotros, los humanos. Enojado, le recriminaba su falta de decoro por aceptar
sus caricias, y después, negarle su entrada a su corazón.
Temerosa, la pequeña flor, que no podía evitar sentir su embestida, porque a la intemperie día y noche permanecía a las inclemencias del tiempo. Calló para sí misma sus pensamientos, en un intento de evitar las bofetadas del viento. Y dejó al viento gritar hasta que la voz quebrada de él, algo ronca ya de tanto grito, de tanto enojo, no pudo continuar con sus recriminaciones a la florecilla, que tranquila y sabia, se mantenía silenciosa y serena, esperando que el viento dejara de recriminarla por no entregarle su corazón.
Entonces la flor le dijo al viento:
- Señor viento, no soy yo quien reclama sus
caricias, sin embargo, vos que tomáis a la fuerza lo que a vuestro paso encontráis,
sin pedir permiso alguno, rozáis mi cuerpo sin ningún miramiento y me dobláis
por la cintura. Laceráis mi cuerpo, y no me quejo, me limito a soportar el
dolor que me provoca su furia, sin rechistar, sin quejas, consciente de que su
soplido es necesario para el equilibrio de la naturaleza y su supervivencia.
Mareada me encuentro algunos días de
tanto bamboleo, sin embargo, acepto con resignación que ese es mi destino,
estando plantada como estoy en un campo, donde la única flor que hay soy yo,
sin un muro que evite el azote que usted prodiga a mi cuerpo, cuando enojado
recorre los campos terrestres.
Mi amor no se lo puedo entregar, porque pertenece a
Dios, mi alma también, y este pequeño corazón, en estos momentos, tan solo
pertenece a un gallardo caballero al que sólo puedo ver durante el día. Por las
noches, la luna, mi bella amiga, me consuela y vela mi sueño toda
la noche, hasta la llegada de mi amado el amanecer, que no es otro,
que la fusión del mismo sol con la tierra, con las montañas, con las nubes, con
el océano y los mares del planeta.
Son los latidos de mi humilde corazón el vivo eco
de mis sentimientos hacia él, porque enamorada del sol del amanecer, que cada
día besa mi piel con sus dorados labios y a quien mi corazón pertenece,
sobrevivo al azote de sus soplidos enojados, de sus vientos airados, que para
vos son caricias y para mí son fustas que doblegan mi cuerpo y
lo castigan con su cruel látigo.
Le ruego que siga soplando por otros riscos, y que
cuando se acerque a los valles donde fui plantada por el mismo Dios,
envíe a la brisa de los atardeceres, que es delicada caricia en mi rostro,
especialmente, cuando el verano es caluroso y sofocante y no cortante daga en
mi delicados pétalos.
Y el viento no dijo ni una sola palabra. Se sonrojó
algo avergonzado, y comprendiendo los razonamientos de la pequeña flor, se
disculpó por su comportamiento tan brusco. Después se fue a soplar a otros
campos, dejando tranquila a la flor, que felizmente cada día espera
la llegada de su amor, el sol del amanecer, el dueño de su corazón, quien
le alegra la vida en este planeta llamado tierra, donde solitaria vive en un
campo llano, adornándolo ella con su color violeta, el mismo color que atrajo
mi mirada hacia su pequeño cuerpo.
© Coral Ruiz
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